En cierta ocasión, me preguntaron cómo me imaginaba yo a Dios. Respondí que lo veía como el espectador de una película, de una gran película que es todo el devenir humano. Él se alegra o se entristece, sonríe o frunce el ceño, vibra o llora con las emociones y sentimientos de nosotros los "actores", pero no hace nada por intervenir en la "producción" ni en la confección del libreto, acaso por no arruinar el espectáculo. No obstante, como todos nosotros, quizá anhele un final feliz.
jueves, 30 de noviembre de 2006
Espectador supremo
martes, 28 de noviembre de 2006
El conjunto
Dos grupos musicales entre sus alumnos patrocinaba el colegio “Champagnat” de Santa Tecla: el de “los mayores” y nosotros, el de “los menores”. Los estelares eran, sin duda, los primeros.
Cuando ingresé al así llamado "conjunto", tenía diez años y recién había aprendido a tocar guitarra en las vacaciones de 1976. Los instrumentos institucionales apenas funcionaban y el repertorio existente lo formaban temas con círculos armónicos elementales (como una versión en español de “I shall sing”, de Art Garfunkel, y una adaptación instrumental de “Blue bayou”, de Linda Ronstadt). El director del grupo era “Tavo” Granadino, cuya mejor virtud fue siempre saber guardar la armonía no sólo de las notas, sino especialmente de los integrantes entre sí.
Aunque ensayábamos dos tardes por semana, durante los cinco años que duró aquel grupo sin nombre propio, nunca llegamos a tener más de quince canciones disponibles, aunque eso nos bastó para presentarnos en festivales musicales, mañanas y tardes deportivas, días festivos, etc., tanto en nuestro colegio como en otros vecinos y amigos.
La base del grupo éramos: Vladimir “Bachi” Hernández (guitarra), Mauricio “Tututo” Paredes (teclados), Francisco “Primo” Hernández (batería), Salvador “Teco” Rodríguez (sintetizador) y yo en el bajo. Hubo otros miembros fugaces, el más notable sin duda fue un tipo atrevido y medio destrabado: Raúl Francisco Góchez, el vocalista bilingüe que necesitábamos para las canciones cantadas de moda y con quien, pese a coincidir en segundo nombre y apellido, no había ninguna relación de parentesco.
Ahora que lo veo a la distancia, bien puedo afirmar que tuvimos nuestra pequeña época de fama local, incluso alguna presentación con gritolera de fans en plan de guasa. Y como ninguno de nosotros lograra avances sentimentales con las chicas por causa de la música... ¡nuestra permanencia en el conjunto fue el mejor testimonio del total compromiso artístico!
lunes, 27 de noviembre de 2006
Extrañamientos
"Minimizados en el anonimato de la multitud, sumidos en esa repetición de hábitos a la que llamamos vida, fácilmente olvidamos ciertas dimensiones de nuestra existencia, mismas cuya sola presencia basta para motivar una mirada distinta hacia cuanto existe y sospechar allí descubrimientos aún por nombrar."Para quienes juzguen valioso continuar su lectura, aquí está completo en PDF.
domingo, 26 de noviembre de 2006
Ultraman
Ultraman, el guerrero extraterrestre, luchaba contra monstruos de origen alienígena, aunque también los había de tono radioactivo y mitológico. La primera versión de esta saga japonesa fue producida en 1966 y el humano con quien compartía esencia era Hayata (quien debía activar una cápsula para llamarlo o convertirse en él, nunca lo tuve claro cuando, años después, vi la teleserie). Por contra, “Ultraseven” (de 1967, aunque la conocí posteriormente) nunca me gustó, con la sola excepción del momento en que Dan Moroboshi se ponía los lentes para convertirse en el héroe.
La que sí arraigó en mí fue “El regreso de Ultraman” (conocida en la internet como “Ultraman Jack”, de 1971), cincuenta y un capítulos donde el defensor de la Tierra existió fusionado como un único ser con el humano Hideki Go, de la Patrulla Contra Monstruos MAT (Monster Attack Team). La daban una vez por semana y la veía puntualmente en un televisor Toshiba de nueve pulgadas, blanco y negro.
No sé si aquí habrán pasado todos los episodios, pero sí estoy seguro de haber visto varias veces todos los emitidos. De ellos, dos son muy especiales: “La muerte de Ultraman” y “La estrella de Ultraman”, ligados argumentalmente y por un esclavizante “continuará la próxima semana...” al final del primero.
Recuerdo una profunda tristeza de niño cuando Ultraman fue derrotado por esos enemigos muy listos, quienes aprovecharon su debilidad fundamental (dependía de la energía solar y lo emboscaron al atardecer). Ansiedad e incertidumbre ocuparon el centro de cada día de espera pues, agotadas todas sus energías, ni yo ni mis compañeros imaginábamos cómo haría Ultraman para salir de ésta... ¡pese a que, en el fondo, sabíamos que iba a lograrlo! La resolución requirió la ayuda combinada del primer Ultraman y Ultraseven, quienes liberaron al cautivo, quien debió ingeniárselas para evitar los errores primeros y, finalmente, vencer a los villanos.
Aquella emoción infantil todavía existe como uno de esos pequeños nudos de éxtasis que conforman la vida en la memoria. ¡Aún desde esta adultez, todavía pervive aquel intenso instante!
sábado, 25 de noviembre de 2006
Para arriba y para abajo
Haré de "viejo" señalando una buena costumbre perdida: el arte de dar bien las direcciones a cualquier persona que nos pregunte por la ubicación de este o aquel lugar.
La parte antigua y original de nuestras ciudades heredó el tradicional diseño ortogonal o de cuadrícula, en donde calles y avenidas son perpendiculares y están numeradas, a partir de su centro teórico (normalmente un parque), en nones hacia el norte y el oriente, y en pares hacia el sur y el occidente. Con esto y la numeración lógica de las casas, no hay lugar a pérdidas: “3ª calle poniente 4-12” o “intersección de 6ª calle oriente y 3ª avenida sur”.
El crecimiento urbano de las últimas décadas rompió esta armonía cartesiana y así aparecieron una multitud de colonias que, por diseño o imposibilidad práctica, no respetaron la tradición: calles y avenidas comenzaron a llevar nombres bonitos pero arbitrarios (¿Por qué la avenida “Las azaleas” de la colonia “La Floresta” está después y no antes de la avenida “Las margaritas”? ¿Cuál es el límite entre “Jardines de la sabana y Jardines de La Libertad”?).
Así, la gente tendió a orientarse por lugares conocidos como referencia, pareciéndonos mucho al sistema descriptivo de los hermanos nicaragüenses: una cuadra al norte de rotonda “El Güegüense”, media cuadra al lago, frente a Librería “Bolívar”.
Yo no tendría mayor objeción... ¡de no ser por la desesperante manía de sustituir los puntos cardinales por los benditos “arriba” y “abajo”!
Perdidos en cualquier colonia contemporánea, una amable tendera nos puede ubicar fácilmente el destino requerido: “en esta calle sigue derecho y, en la esquina, agarra para abajo tres cuadras y después sigue para arriba hasta la gasolinera... y allí es”.
Lo bonito es que estos “arriba” y “abajo” nunca corresponden regularmente a ningún punto cardinal, tampoco a la izquierda o la derecha, ni siquiera a un criterio físico de mayor o menor elevación, como en una calle descendente. En realidad... ¡dependen de cómo cada quien se imagine que está parado!
Así, lo de "seguir derecho" está clarísimo y hasta es mejor que el sugerente “dele recto”, pero ya en la mencionada esquina, nos hallamos en un dilema: ¿deberíamos cavar un agujero de trescientos metros, buscando el centro de la Tierra? Y después, ¿acaso tendríamos que ascender directo hasta la mencionada gasolinera celestial?
jueves, 23 de noviembre de 2006
Chubasco
No recuerdo de qué manera llegamos a saber el uno del otro, pero a las pocas horas del primer encuentro ya estaba yo en su casa escuchando a Serrat, el inicio de la colección completa. Su nombre era, es y seguirá siendo Milton Javier Hernández, por aquel entonces, estudiante de Letras en la UCA y autor del proyecto musical más peculiar en que haya yo participado.
Milton comenzó explicándomelo con una cita de Brecht, algo así como "todo sucede sólo una vez y sólo una vez así deberá suceder". El porqué de "Chubasco" se explicaba por su misma definición: "nubarrón oscuro y cargado de humedad que se presenta en el horizonte repentinamente, y que, empujado por un viento fuerte, puede resolverse en agua o viento". Eso debíamos ser exactamente: repentinos, intensos, fugaces.
Integrantes: Milton (voz, guitarra), Claudia (¿Valle...?, lo he olvidado, pero su voz de soprano contrastaba con sus estudios de Derecho), yo mismo (guitarras, coros y arreglos), Antonieta Pinto (estudiante de Psicología, una gravísima voz de fumadora compulsiva) y Jorge Valle (bajo, guitarra y percusiones; estudiante de ingeniería antes de sufrir un colapso mental por la misma causa que el famoso pianista del filme "Shine", David Helfgott: obsesión musical).
"Chubasco" aconteció por única vez aquel año en el Auditorium de la UCA. Los trajes eran grises como nubarrones y nuestras caras se transformaron en lienzos donde dos amigos pintores, vecinos también, pusieron breves óleos (acuarelas o témperas, ¿qué más da?). Nunca supe exactamente de qué tipo de evento se trató, cómo se nos presentó ante los asistentes, qué esperaba aquel público enfervorizado. Únicamente conservo el recuerdo de la apoteosis.
Del repertorio, tengo memoria de "Días y flores" (Silvio Rodríguez), "El niño yuntero" (Miguel Hernández, música de Serrat), "Tiempo sin tiempo" (poema de Benedetti, musicalizado por el propio milton Milton), "Años" (Pablo Milanés) y para terminar... ¡"The great gig in the sky" (Pink Floyd)!
Aquel momento se pensó desde un principio como algo único e irrepetible... y así fue. Más de veinte años después, nos hemos perdido la pista unos a otros. Muy rara vez veo a Milton y su familia, imagino que Claudia ejerce en el entramado judicial, Antonieta supongo que emigró (¿a México?) y de Jorge oí que finalmente sanó, con las debidas precauciones.
Quizá si nos reencontrásemos, podríamos debatir sobre cosas pasadas y verdaderas, o sobre algo más profundo: ¿en qué nos resolvimos: en agua, en viento...?
martes, 21 de noviembre de 2006
Tres hipótesis
¿Puede uno proclamarse inocente de la dilapidación de dineros y, al mismo tiempo, aceptar que ha contribuido en ello? Fácilmente: cuando quienes financian lo hacen por gusto propio y los destinatarios aparentan merecerlo.
Llevarse a más de medio centenar de adultos jóvenes (proyectos de) escritores latinoamericanos y otros tantos homólogos hispanos, a una encerrona de tres semanas en tierras andaluzas, con figuras consagradas, no es empresa austera: gastos de transporte, alimentación, hospedaje y turismo a mansalva, todo ello sin pedir más que nuestra presencia a cambio.
Trece años después, descartado el lavado de dinero, me revolotean tres solas hipótesis para explicarlo:
a) Descargo de conciencia, por la colonia.
b) Voto al optimismo: creer que allí debimos estar los próximos pilares sólidos de la literatura iberoamericana; irradiados, vía conferencia u ósmosis, por las vacas sagradas (Saramago, el más recordable: “la literatura no cambia al mundo”).
c) Experimento sociológico: observar y documentar qué situaciones produce la convivencia de un centenar de jóvenes de distintos géneros y tendencias, fuera de su contexto social originario.
Si es lo primero, acepto en mi mestiza persona el posible acto de desagravio.
Si lo segundo, sólo más preguntas: ¿eramos auténticas promesas quienes llegamos? ¿Nos la creímos demasiado pronto y trocamos un exigente alfa en un cómodo omega? ¿Hay hoy trayectorias serias, respetables, no “light” ni aún discretas? ¿Las habrá en el futuro? ¿Habría dado igual, de no haber estado allá?
Y si fuera lo tercero... ¿en cuántos de los otrora jóvenes no palpitaría hoy el anhelo de que aquel evento quedase registrado en la historia cual si nunca hubiera existido?
lunes, 20 de noviembre de 2006
Electrocución contigua
Desarmar la caja metálica fue una labor casi forense y ciertamente desagradable, por cuanto el óxido y la grasa acumulada dificultaban la labor del destornillador, más cuando el operario deseaba evitar el contacto con los feos restos orgánicos y sus alrededores, como si todo estuviese infectado (además, había de pelear con la mascota canina deseosa de investigar por su cuenta). Finalmente, las entrañas del electrodoméstico dejaron al descubierto el origen de la pequeña pero creciente pestilencia: muerta allí por evidente electrocución, yacía una rata bien templada.
Tras la remoción del animal, al menos dos preguntas flotaron alrededor de esta insalubre circunstancia:
a) ¿Cuánto tiempo permaneció el cuerpo inerte del roedor coexistiendo con los cotidianos panes con mantequilla, separado de ellos únicamente por una delgada lámina?
b) ¿Por qué ese maniático afán de separar lo que la muerte había unido? O lo que es lo mismo, ¿no habría sido más fácil introducir todo el paquete, mamífero y metal, dentro de una buena bolsa de basura, en vez de lidiar con tanto despojo?
A la primera pregunta, sólo podemos responder especulando: dos días, quizá tres a juzgar por la pequeña hinchazón del cuerpo; el segundo cuestionamiento, en cambio, sólo halla respuesta en la acción de un espíritu persistente para salvar la operatividad del mencionado horno, sobre la bien analizada base, primero, de que no hubo contacto directo entre los alimentos calentados en el compartimiento contiguo y la infortunada víctima sin gusanos visibles y, segundo, que los detergentes y lejías afanosamente aplicadas debían cumplir su misión con total eficiencia.
La salud familiar no se vio afectada por esta causa, pero durante un tiempo, luego de este particular incidente, algunos miembros recelaron de todo pan tostado. Pero, puesto que ignoramos si casos parecidos han ocurrido en los demás muebles y electrodomésticos de la cocina, así como lo que pasa en las panaderías, pupuserías y fábricas de la industria alimenticia que nos provee de productos empaquetados varios, conviene atenerse entonces a la sabiduría popular: “ojos que no ven...” ¡estómago que no se resiente!
sábado, 18 de noviembre de 2006
Artistas del préstamo
Envueltos en la familiar camaradería cotidiana, consideramos lo más natural del mundo sacar al amigo de su apuro momentáneo (es tan común el hecho de quedarse sin efectivo para gastos menores, a quién de nosotros no le ha ocurrido). Curioso es que detestamos el papel de cobradores y, llegado el momento de recuperar lo prestado, evitamos cualquier alusión al tema, diluida nuestra atención entre simpáticas conversaciones. Dos meses después, la petición se repite, con el solo añadido de “...y la otra semana te pago lo demás”, ante lo cual nos esforzamos en parecer amables y despreocupados por los viles intereses materiales, respondiendo “¡si, hombre, ya sabés, ahí cuando podás...!”.
Pero el descubrimiento tragicómico más importante viene cuando, al ausentarse el sujeto por cualquier razón y tiempo prolongado, descubrimos que no fuimos los únicos a quienes les aplicó la misma técnica, sino tan sólo “un caso más...”.
Dos especialistas en este arte he conocido: un excéntrico ajedrecista que acostumbraba no usar ropa interior y lavar su mudada una vez a la semana, con obvias consecuencias odoríferas, y el célebre M*, un ex compañero de trabajo que, de un día para otro, desapareció del medio local para engrosar las estadísticas de los emigrantes hacia el país del norte.
Del primero puedo decir que todavía me debe algunos colones, aún circulantes en aquella época. Del segundo, en cambio, no tuve el dudoso honor de ser parte de sus donantes, aunque prácticamente todos mis colegas admiten haber caído en esa red. Quien más, quien menos, sumando pequeños préstamos en moneda imperial, el monto total de la deuda bien supera los cinco centenares de “dolores”.
Pero este descubrimiento no fue el clímax del asunto: habrían de llegar no una, sino dos apoteosis.
La plaza vacante de M* la ocupó al año siguiente una maestra que, por pura casualidad, tiene el mismo apellido que aquél, aunque no hay parentesco alguno. Una tarde temprana, ingresó a la sala de personal una señora con traje elegante y portafolios, representante de un bufete de abogados a quienes ciertas casas comerciales le habían encomendado la tarea de recuperar deudas de clientes morosos.
- Vea, señorita, aquí tenemos unos asuntitos pendientes de su hermano...
‑ ¿¡Pero cuál hermano!? -apenas pudo decir ella, anonadada.
Otro buen día, quizá impelido por esas bebidas que alegran el espíritu y remuerden la conciencia, M* llamó por teléfono a uno de los del antiguo círculo de ingenuos proveedores y le dijo, tras nostálgicos saludos: “A Luigi le mandé el pisto, ahí él se los va a pagar”.
¡Cuál no sería la sorpresa e indignación del experimentado Luigi cuando, al día siguiente, tenía en su misterioso laboratorio la fila de acreedores, timados una vez más por el ahora “hermano lejano”!
viernes, 17 de noviembre de 2006
Celda mental
Se refería mi interlocutor a la posibilidad de que, de repente, alguien descubriera una verdad que demoliera los cimientos de nuestras creencias más fundamentales.
- Creo que no habría tanto -le respondí- porque, para la gente, sus creencias son más importantes que la verdad.
En ese momento, me pareció haber hecho una observación aguda y, al mismo tiempo, triste, a propósito de las primitivas ideologías que aún campean con tanta fuerza.
Ante las demoledoras imágenes del carismático líder internacionalista fusilando disidentes de su propia revolución, su incondicional dirá que los ajusticiados lo merecían, por ser agentes del enemigo. Y por más evidencias y testimonios que lo documenten, los fieles de este otro partido político nunca admitirán que su difunto fundador torturó y asesinó.
A unos y otros suelen erigirles estatuas, pero otros menos célebres también fueron defendidos de forma inverosímil, llámense oficiales de derecha o francotiradores de izquierda: “se hicieron pasar por nosotros para desprestigiarnos...”
Al articular la propia vida alrededor de las certezas del fanatismo, ¡cuán fácilmente se niegan, ignoran o distorsionan las evidencias de la realidad, con tal de proteger esa miserable celda mental!
jueves, 16 de noviembre de 2006
Beso actoral
Ocurrió inesperadamente hace ocho años, en una representación teatral producida en el contexto de la materia Lenguaje y Literatura, con estudiantes de último año de bachillerato. No recuerdo ni el título de la obra ni los parlamentos previos o posteriores, únicamente el momento en que ese muchacho ‑por entonces un brioso adolescente, hoy joven abogado‑ capturó los labios de ella, la viva personificación de la más inocente jovencita de diecisiete años que uno pudiera imaginarse.
Prendido allí durante casi diez segundos, el protagonista parecía beber saboreando el néctar más vital, ante el silencio extático de los sorprendidos concurrentes. La escena hubiera resultado plenamente armoniosa si ella hubiera correspondido de alguna manera; pero, durante aquel extensísimo instante, la chica permaneció más tiesa que un maniquí de almacén, con el agravante de nunca haber cerrado los ojos sino, por el contrario, abrirlos hasta la dilatación máxima, fijos en uno o dos puntos indeterminados en el espacio circundante.
Visto lo visto y dado que entre ellos no había ninguna relación más que haber coincidido en la misma aula y grupo de trabajo, ni tampoco se adivinaban intenciones próximas, de inmediato brotó en mi desconfiada mente la peor hipótesis: que él, aprovechándose de la trama representada y habiendo acordado quizá sólo un beso en la mejilla, la hubiera tomado por sorpresa y, ya en el centro del escenario, a ella no le hubiera quedado más opción que hacer pecho a lo hecho y soportar estoicamente aquel acto salival.
Durante un mínimo instante pensé incluso en algún tipo de reprimenda docente en defensa del pudor juvenil presuntamente mancillado, cosa que no ocurrió porque, luego de finalizada la pequeña obra, el joven sospechoso me aclaró que aquello fue parte del guión, plenamente acordado y debidamente ensayado... ¡varias veces!
miércoles, 15 de noviembre de 2006
Repensando mesías
Impresionante por la reconstrucción cinematográfica del contexto histórico, sus ritos y costumbres, esta osada producción no desmerecería calificativos como “grandiosa” y “soberbia”, al mejor estilo de los tabloides norteamericanos. Ya más en serio, lo fuerte aquí es la compleja caracterización de Jesús como el elegido de Dios, profunda y esencialmente humana en cuanto expresa la permanente y violenta lucha entre un requerimiento ascético espiritual y las tentaciones de la carne, las cuales no son sino la realización de la vida a la que cualquiera de nosotros, hombres de poca fe, aspiramos: esposa, hijos, trabajo, estabilidad, etc. Destacable es también la relación de Cristo con Judas, la cual trae a cuenta antiguos debates sobre el papel clave del apóstol elegido para la traición, sin cuya intervención el sacrificio no habría sido posible.
En contraste, días antes había visto yo la miniserie para televisión “Jesus” (1999), del director Roger Young. Su mayor virtud, a mi criterio, es plantear los distintos personajes y escenas a partir de la credibilidad narrativa y contextual, lo cual generalmente consigue. Las tentaciones y argumentaciones demoníacas -que implican incluso viajes en el tiempo, de cara a la posterior historia de la humanidad- son interesantes y seductoras (de otra forma... ¡no tentarían!); sin embargo, el personaje principal, Jesús, siempre parece estar consciente de su naturaleza divina, de la cual brota una seguridad que no deja de imprimir cierto aire de provisionalidad al sufrimiento inminente, desdramatizándolo en alguna medida.
Volviendo al filme que nos ocupa, me causa alegría el hecho elemental de su existencia, un homenaje al librepensamiento pese a venir de un novelista creyente. Sin descartar otras posibilidades, atribuyo mi disfrute estético y filosófico de esta película a la conjunción de dos ausencias: el pensamiento anticlerical y la devoción dogmática. Con el primero, hubiera limitado mi visión únicamente a los aspectos que, desde cierta perspectiva, "demostrarían" la falsedad del mito divino o su manipulación de cara a las masas, tal como sucede en la interesante conversación entre Jesús y San Pablo, dentro del universo paralelo en que consiste, precisamente, la última tentación. Con la segunda, en cambio, la identificación de herejías y blasfemias, supuestas o reales, habría requerido de auténtico lanzallamas ideológico, destruyéndome cualquier experiencia como espectador pensante.
Admito que no a cualquier persona le recomendaría ver “La última tentación de Cristo”, mas no se entienda esto como reivindicación alguna de la censura; todo lo contrario: preservando intacta la libertad de la persona para elegir lo que quiere ver o no ver, antes recomendaría al sujeto hacer una mínima pero necesaria reflexión previa sobre su propia cultura, entendida ésta como visión de mundo: creencias, prejuicios, criterios desde los cuales se ve y se vive una realidad, en este caso estética, cinematográfica.
Personalmente, celebro esos ciento sesenta y cuatro minutos como un sólido resultado estético, al tiempo que reconozco un dejo de tristeza al recordar que, en su momento, el filme fue censurado en muchos lugares y países, incluido el nuestro, poniendo así en evidencia no la defensa de la fe, sino la debilidad de creencias arraigadas en cultos temerosos de considerar posibilidades distintas a la ilusoria seguridad que da la ortodoxia.
martes, 14 de noviembre de 2006
Gato muriendo
En una ocasión, hace ya una década, la agonía y posterior exterminio de una rata fue el catalizador para la creación de un cuento. Más reciente fue la observación de los últimos momentos de vida de un gato de tejado, de los muchos que rondan las casas del vecindario; episodio que, para no repetir tema literario, contaré como anécdota.
De su muy dañado estado de salud comencé a darme cuenta al solo verlo deambular errático por los contornos de la duralita, común lámina de asbesto que tenemos por tejado. Incómodo consigo mismo, víctima de la irreversible corrosión de sus entrañas, un bocado envenenado se adivinaba como la causa de su pesaroso maullar casi afónico. A lo lejos, el extremo tono rojizo de su lengua parecía confirmar el diagnóstico. Ya sin fuerzas ni lucidez para saltar a la casa vecina o para regresar por donde llegó, en medio del creciente sol de las once de la mañana, su fin se adivinaba irremediable.
Entrentanto, yo observaba estupefacto por la ventana de mi cuarto en la segunda planta, negativamente emocionado pero también con una preocupación racional añadida: que el agonizante felino alcanzase una de los espacios que hay entre las paredes de la casa y la del vecino, o esa caja térmica que existe por encima de lo que llamamos “cielo falso”; pues, de morir en cualquiera de esos lugares, la remoción del cadáver sería bastante dificultosa.
Afortunadamente para ambos, la agonía no se prolongó por muchos minutos más y quedó tendido a plena luz para dar sus últimos estertores, luego de los cuales, tal y como suele decirse, estiró la pata como señal del fin de su existencia nómada.
Encaramado yo en el techo, procurando verlo cuanto menos fuese posible y con el firme propósito de no tocarlo bajo ninguna circunstancia (razones suficientes para evitar la profesión médica en cualquier variante), una pala mediana y una cuchara de albañil fueron las herramientas utilizadas para depositar el cuerpo sin vida en una caja de cartón fuerte, su último recinto. Luego, una gran bolsa de plástico negro, en cuyos usos e instrucciones oficiales no figura este común oficio, encubrió el desagradable paquete y completó la tarea sanitaria. Y sin saber de qué se trataba, el camión de la basura, puntual a las siete treinta de la noche, quitó de nuestra vista aquellos miserables despojos.
lunes, 13 de noviembre de 2006
Relojero por necedad
Hacia 1988 -años más, años menos- nos vimos en la necesidad de dar en alquiler un pequeño local, un cuarto de la casa que da a la calle. Los inquilinos fueron un par de conocidos, recién graduados en publicidad y relaciones públicas, cuyo plan era pintar un enorme rótulo en la fachada exterior, a fin de atraer clientes que hicieran uso de sus facultades profesionales en ese vertiginoso mundo.
No sé si por ingenuos, pasivos o por falta de contactos clave, el caso es que, a los pocos meses, fracasaron en su empresa, quedando además sin pagar los últimos meses de la renta. No obstante, quizá en abono de la deuda o simplemente por olvido, dejaron abandonado en su ex oficina un antiguo reloj de pared, de los de cuerda, péndulo y campanas tubulares.
El aparato funcionaba en sus dos terceras partes: el reloj en cuanto tal, más el mecanismo productor de variaciones melódicas cada quince minutos, a partir de cuatro notas esenciales, la más larga de ellas al mejor estilo del Big Ben. Luego de una mínima investigación empírica, descubrí que la tercera cuerda rota debía dar vida a solemnes campanadas graves, cuyo número variaba según la hora en punto. El aparato de relojería estaba montado sobre un gabinete de madera, en estado aceptable, y así nos lo quedamos.
Andando el tiempo, no sé si por parecerle bullicioso a algún habitante o por los sucesivos cambios que sufrió la distribución interna de la casa, el mencionado reloj fue a parar a un rincón adyacente a la cocina, en donde paulatinamente se fue deteriorando hasta perder la actividad de sus dos cuerdas buenas y, finalmente, la piel de madera, víctima de todas las polillas del mundo.
Recientemente, en una de mis sesiones cíclicas de limpieza hogareña, lo tuve en mis manos, listo para meter sus restos en una caja de cartón y ésta en una bolsa de grueso plástico negro, rumbo a la basura... ¡pero no! En mi interior resonó algo así como un “¿y no será posible repararlo por propia mano?” (dado que los relojeros mecánicos prácticamente ya no existen).
Por falta de instrucción y de herramientas, el gabinete de madera lo encomendé a un carpintero. El maestro de artes liberales cumplió satisfactoriamente la misión de clonar el apolillado receptáculo. Sin embargo, mientras no lograra yo reparar el mecanismo, aquella inversión corría el riesgo de convertirse en despilfarro.
Manos a la obra, comencé por hacer lo que de niño con mis juguetes: desarmarlo. En ello estuve a punto de sufrir varias lesiones, al liberar de forma inadecuada la tensión de las cuerdas y al desarmar los cilindros en donde estas se alojan. Luego de cuidadosa limpieza y lubricación, vino el proceso contrario y difícil: armarlo y dejarlo en funcionamiento. Siendo imposible conseguir nuevas cuerdas, la única solución fue reparar las existentes, rotas en uno o dos trozos, a fin de dejarlas operativas. En dos casos, logré resolver el problema con cierta dosis de fortuna, debido a que la rotura estaba en un extremo corto, no así en la tercera, a la que hube de insertar remaches de aluminio. A punto estuve de darme por vencido debido a la extrema dificultad de taladrar en acero inoxidable, cosa que finalmente logré siguiendo los consejos técnicos de mi amigo Jeff: calentar a fuego lento el material antes de aplicar la broca de cobalto (previa rotura de otras tantas).
Ahora, el reloj restaurado luce orondo y orgulloso en la sala de la casa. Cada quince minutos da señales de vida y –ciertamente, ¿para qué negarlo?‑ cada quince minutos refuerza un poco cierta vanidad personal, forjada en episodios similares en los que, por el arte de ser necio, finalmente pude lograr mi propósito.
Declamar en Nicaragua
Ana Gabriela llevó la responsabilidad de las “Cartas escritas cuando crece la noche”, de Claudia Lars, mientras que a Marta Eugenia y Luis Damián les fue encomendado “Cristoamérica”, de Oswaldo Escobar Velado. Ambas presentaciones lucieron tan bien como deberían... ¡y todavía un poco más!, debido no sólo al talento recitador del trío involucrado sino también al contexto escénico propio de un teatro verdadero: luces y sombras, tramoyas y telones, camerinos y tablado.
Del espectáculo en su conjunto, aparte de lo animado que estuvo tanto arriba como abajo del escenario, conservaré en mi impresión dos elementos: el primero, su acentuado carácter de collage; el segundo, la amplitud de fuentes, orígenes y criterios de las danzas autóctonas, riqueza que no tenemos por estos rincones de mínima tradición cafetalera.
Aun a sabiendas de que las presentaciones de revista son variadas por esencia y necesidad, algunos contrastes radicales no dejaron de sorprendernos, como iniciar la declamación de un desgarrado poema íntimo, bañada la intérprete por blanca luz de cañón en el centro del escenario, conviviendo aún con los ecos retumbantes del previo baile juvenil, ligeramente estrepitoso. En cuanto a los ritmos y movimientos, me quedo con el colorido espectáculo de vestuarios y decorados; además observo, con simple ánimo clasificatorio, que en dicha variedad confluyeron al menos tres fuentes: la danza folclórica tradicional, de vena hispánica y colonial; otra fuente nueva, siempre rural pero surgida en el contexto de las gestas revolucionarias de las décadas de los ’70 y ’80; y una tercera mucho más festiva, vinculada a ritos y tradiciones de la costa atlántica relacionados con la celebración de la fertilidad, línea que la cultura conservadora salvadoreña podría calificar de algo atrevida.
La breve experiencia resultó agotadoramente interesante, pues dedicamos dos días al ir y venir por tierra, más un tercero para el maratónico ensayo, recluidos por doce horas en las entrañas del prestigioso y monumental teatro. Y, como no encuentro otras palabras para concluir el tema, sólo me resta exclamar, sonriente y satisfecho: ¡qué bonito estuvo!
"Cartas escritas cuando crece la noche" (Claudia Lars)
"Cristoamérica" (Oswaldo Escobar Velado)
domingo, 12 de noviembre de 2006
Desgramaticalizar la gramática
El ciudadano común que ose abrir una gramática seria no encontrará, salvo que haya errado en la tilde, césped costarricense: se hallará, desde la primera línea hasta el último párrafo, bajo la iluminadora dictadura conjunta de la normativa, la clasificación y la casuística. Obviamente, la motivación esencial ha de ser la obligación académica; de otra forma, sólo el especialista o el maniático acabaría la tarea. Dificultad añadida será si, por curiosidad o sana duda, el sujeto en cuestión recurre a comparar dos gramáticas serias, con lo que sus problemas ciertamente no se duplicarán, más bien se elevarán al cuadrado.
Hacer el esfuerzo de inyectar gramática en seres normales puede provocar el mismo efecto de una vacuna: crear suficientes anticuerpos contra lo que, en palabras de García Márquez, vendría siendo el “terror del ser humano desde la cuna”. ¿Cómo entonces viabilizar la propuesta del Nobel colombiano, “simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros” (en “Botella al mar para el dios de las palabras”, Zacatecas, México, 1997)?
En contraposición, si evitamos la polémica y la fatiga, seleccionando lo que nos parezca sólo muy esencial (doble adverbio antes del adjetivo) y dejando para los especialistas el menudo escrutinio de las entrañas morfosintácticas, con cierta razón (determinante, nombre) podría acusársenos de aligerar el tema hasta trivializarlo, descafeinar el café, popularizar la filosofía de Zubiri o escribir literatura de Laura Esquivel.
En este, como en los verdaderos problemas, no hay solución fácil. Por el momento, sumado estoy al intento y ojalá tenga la suerte de recibir, en los meses venideros y de parte de ambos bandos, menos palos que flores.
Salarrué sobrevalorado
Pese a las apreciaciones críticas generalmente acertadas a que nos acostumbró Lito durante las varias materias que con él cursamos, no quise creerle, a priori, cuando dice, a propósito de las obras de tendencia especulativa y filosófica del venerado maestro, que sus parlamentos son “larguísimos y embrollados en boca de los personajes”, en “Catleya Luna”; o que los personajes de “El señor de la Burbuja” son utilizados “para hablarnos, para discursearnos larga y tediosamente sobre estos temas filosóficos”. Más complicados pero igual de abstrusos resultan sus cuentos de “ficción pura”, en donde hay “personajes, islas, ritos, reinos, etc., con normes en idiomas que podrían ser el sánscrito, el maya, el árabe, el guaraní”, muchos de ellos apenas mencionados y, por lo tanto, sin la debida caracterización como para permitirle al lector instalarse en ellos y disfrutarlos.
Luego de abandonar (no sé si definitivamente) la tarea... ¡Lito tenía razón!
Muchos estudios hay sobre las diversas facetas del insigne narrador, cuya narrativa completa está publicada en tres generosos volúmenes. A partir de ese hecho, no me extrañaría que fuera tomado a blasfemia el afirmar que, en cuanto narrador y como conjunto, Salarrué está sobrevalorado.
Los libros “Cuentos de barro”, “Trasmallo” y “Cuentos de Cipotes” poseen un enorme valor antropológico, además de las joyería literaria en que consisten, sí. De sus grandes cuentos tristes (“La honra”, “La botija”, “Semos malos”, etc.), no es redundante destacar una y otra vez la exactitud humana con la que están plasmados los personajes y su particular visión de mundo, expresada en un lenguaje cuya estructura semántica merece más atención, sí. El capítulo de “Catleya Luna” en donde, analiza los hechos del ’32 es una esclarecedora revelación de la psicología histórica del indígena campesino que participó en aquel descalabro. Pero un mundo de distancia es lo que media entre estas y aquellas piezas.
Detrás de todo ello, mi hipótesis para explicar tal insólito contraste es, sencillamente, la falta de raíz. La vertiente folclórica tuvo su génesis en el contacto cotidiano con la gente, personas vivas con sus particulares visiones de mundo, temores, angustias y simplezas. En cambio, las vertientes mística, filosófica y fantástica, pretendieron hallar sustento en ideas “puras”, abstractas, derivadas de una mezcla universalista de religiones varias.
Hay quienes pueden crear espléndidos mundos a partir de la pura fantasía o de ideas sicodélicas, pero sospecho que la vena creativa de Salarrué, por la que merece ser leído, requería más de la savia local que de la sabiduría universal.
sábado, 11 de noviembre de 2006
Doble década
¡El bebé!
¡Ah, hija mía!
Esquizofrenia cítrica
Me resultó curioso de mí mismo que, para creer lo que estaba viendo, haya tenido primero que realizar una mínima investigación en la enciclopedia global. En efecto, el hecho real tiene explicación científica; ergo, sum: en algún momento durante cierto mes de los años anteriores, hubo (ocurrió, tuvo lugar) un injerto espontáneo, tal vez una semilla perdida en un hueco de la corteza, o quizá algún travieso realizó un artificio manual del cual no tengo noticia; una vez introducido el elemento nuevo en el flujo sanguíneo del árbol cuyas raíces penetran el suelo (el cual viene a ser llamado “patrón”, o sea, el limonero), se produjo el fenómeno. Pasado un tiempo, a cierta altura sobre el suelo, le brotaron unas ramas parecidas a las demás, pero ligeramente distintas, ahora sabemos el porqué. Como limones y mandarinas son cítricos, el parentesco debe permitir ese tipo de asociación, simbiosis o híbrido, como quiera que se le llame.
Todavía no tengo pruebas de que pueda dar limones y mandarinas al mismo tiempo, pero todo indica que, en cuanto venga el período natural de floración, los dará a granel. ¿Tal vez finalmente la mandarina se imponga al limón o éste vuelva por sus fueros? Habrá que esperar. El caso es que, como queda dicho antes, la naturaleza parece haber dejado en evidencia la fragilidad de la citada sabiduría popular.
Y si a nosotros, olmos irresistibles al cambio, nos fuera injertada por azares una pequeña porción de otro ser, ¿qué peras (por frutos ahora inimaginados) llegaríamos a dar?
La costilla engañadora
Sólo estando allí (por fortuna, sin ebrios escandalosos que rodearan el ambiente, merced a una providencial tormenta que cayó sobre la ciudad) pude comprender la lógica intrínseca del plato que da nombre al local: la costilla de res asada. Dado que la cantidad comestible es mínima, hay que roerla para extraer exiguas proteínas y esa operación se extiende por decenas de minutos. Entretanto, el sujeto va consumiendo vaso tras vaso de ese popular, lupuloso y fermentado líquido de origen tan antiguo como humano, defenestrado de su respetable posición histórica merced a cualquier manada de borrachos.
La observación primordial fue, pues, que la costilla asada es sólo un chupete, un engañador como el falso biberón de un bebé. Su doble función consiste, primero, en saborizar la tortilla asada que suele acompañarlo y, segundo, exigir el trasiego (verbo fundamental de significado simple: “beber en cantidad vinos y licores”) para disimular el paso de los minutos infructuosos.
Consigno finalmente que el pacto se cumplió: varios vasos de refresco de arrayán suplieron, para mi beneficio y el del cuarto colega en cuestión, la importante función accesoria (¿o esencial?) antes descrita; entretanto, el otro par mantuvo a raya, en esa única cita, su conocida afición etílica; con lo cual, unos y otros acabamos, de alguna manera, en paz.
Mascota argumental
¿En cuántos volúmenes filosóficos, ríos inconclusos de páginas, excelsos cerebros humanos han intentado penetrar los insondables secretos del universo? Pues aún después de vanos intentos por demostrar la existencia de un Orden, un Logos, una Inteligencia Superior, tenemos dudas sobre si será o no será, si el azar esencial o un Demiurgo Universal... ¡Y la sola presencia inconsciente de este animalejo nos induce a concluir la existencia de esa Necesaria Presencia!
Su solo diseño, su canina personalidad, ¿de qué otra forma podía entenderse, como no sea el acto demostrativo de una Inteligencia Superior, quien ha pensado en cada detalle para concederle una existencia de mascota en sí? Entendámoslo como compañía, juguete viviente, centro de atención en ratos de ocio, destinatario de todo tipo de interjecciones, regulador del ánimo familiar, recepcionista incondicional o protagonista de anécdotas varias... ¡cuán difícil es pensar que la pura casualidad haya podido producir al animal doméstico!
¿Y no será este un mínimo y primer argumento para abrir nuestra mirada a razonamientos más profundos?
Reencontrando tiempos y juventudes
La prolongada duda en hacerme presente obedeció, como casi todo en la vida, al temor a lo desconocido: uno nunca sabe de qué se van a acordar las personas, años después, en edades maduras, fuera ya de inhibiciones antes reglamentadas por la relación docente-estudiantil. Sin embargo, en general el clima no derivó hacia esa posibilidad y, en cambio, disfrutamos de dos horas y media de charla informal, redescubrimientos y actualizaciones agradables.
Haber visto ya adultas a estas niñas de antaño tuvo un saludable efecto psicológico: puesto que, año con año, uno está en contacto laboral con personas cada vez más jóvenes, la brecha generacional se amplía irremediablemente y el paso de los años acentúa su contraste; por lo tanto, verlas así, en plan de adultas, profesionales o entusiastas madres de familia, lució como un pequeño e involuntario gesto de solidaridad de su parte.
Sin embargo, creo que lo más tonificante fue percibir, detrás de sonrisas y saludos que bien pudieron ser protocolarios, una gama de mutuas sensaciones positivas, como si durante aquellos años juveniles algo imperecedero se hubiera construido.
Copia de mí mismo
Esta respuesta, un poco más elegante que un "¡bien, por aquí, siempre...!", encierra una observación de la cual no sé si alegrarme o preocuparme. ¿Significa acaso que he alcanzado la estabilidad vital suficiente como para sentirme cómodo así como soy, haciendo lo que hago, disfrutando de lo que disfruto? ¿O acaso debería retorcerme en algún tipo de remordimiento por haberme convertido en un acomodado?
Ignoro y no pienso indagar si debería confrontarme con ningún tipo de existencialismo (por aquello de que uno nunca termina de "hacerse a sí mismo"). En cambio, me parece más razonable abandonar de inmediato esta ficticia discusión y disponerme a continuar disfrutando, mientras dure, de esta extraña y casi rural tranquilidad, en medio del distorsionado y estrepitoso contexto urbano en el que habito.