Debió ser este el cuarto o quinto intento fallido de leer las obras de Salarrué que no pertenecen a la línea folclórica. La pretensión data de mis ya lejanos años universitarios y, desde entonces, ha sido como empujar un vehículo con la batería ya sin chispa. Para ayudarme, consulté un ilustrativo artículo de Rafael Rodríguez Díaz, en donde clasifica la obra del enigmático Euralas Sagatara.
Pese a las apreciaciones críticas generalmente acertadas a que nos acostumbró Lito durante las varias materias que con él cursamos, no quise creerle, a priori, cuando dice, a propósito de las obras de tendencia especulativa y filosófica del venerado maestro, que sus parlamentos son “larguísimos y embrollados en boca de los personajes”, en “Catleya Luna”; o que los personajes de “El señor de la Burbuja” son utilizados “para hablarnos, para discursearnos larga y tediosamente sobre estos temas filosóficos”. Más complicados pero igual de abstrusos resultan sus cuentos de “ficción pura”, en donde hay “personajes, islas, ritos, reinos, etc., con normes en idiomas que podrían ser el sánscrito, el maya, el árabe, el guaraní”, muchos de ellos apenas mencionados y, por lo tanto, sin la debida caracterización como para permitirle al lector instalarse en ellos y disfrutarlos.
Luego de abandonar (no sé si definitivamente) la tarea... ¡Lito tenía razón!
Muchos estudios hay sobre las diversas facetas del insigne narrador, cuya narrativa completa está publicada en tres generosos volúmenes. A partir de ese hecho, no me extrañaría que fuera tomado a blasfemia el afirmar que, en cuanto narrador y como conjunto, Salarrué está sobrevalorado.
Los libros “Cuentos de barro”, “Trasmallo” y “Cuentos de Cipotes” poseen un enorme valor antropológico, además de las joyería literaria en que consisten, sí. De sus grandes cuentos tristes (“La honra”, “La botija”, “Semos malos”, etc.), no es redundante destacar una y otra vez la exactitud humana con la que están plasmados los personajes y su particular visión de mundo, expresada en un lenguaje cuya estructura semántica merece más atención, sí. El capítulo de “Catleya Luna” en donde, analiza los hechos del ’32 es una esclarecedora revelación de la psicología histórica del indígena campesino que participó en aquel descalabro. Pero un mundo de distancia es lo que media entre estas y aquellas piezas.
Detrás de todo ello, mi hipótesis para explicar tal insólito contraste es, sencillamente, la falta de raíz. La vertiente folclórica tuvo su génesis en el contacto cotidiano con la gente, personas vivas con sus particulares visiones de mundo, temores, angustias y simplezas. En cambio, las vertientes mística, filosófica y fantástica, pretendieron hallar sustento en ideas “puras”, abstractas, derivadas de una mezcla universalista de religiones varias.
Hay quienes pueden crear espléndidos mundos a partir de la pura fantasía o de ideas sicodélicas, pero sospecho que la vena creativa de Salarrué, por la que merece ser leído, requería más de la savia local que de la sabiduría universal.
domingo, 12 de noviembre de 2006
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