El terrible descubrimiento lo hizo el conglomerado de tortugas domésticas, agrupadas en semicírculo al pie de la mesa que sostiene el horno tostador, con sus cuellos como flechas: totalmente estirados hacia arriba. Esta postura, además de probar que son carnívoras y tienen fino olfato, nos llamó la atención sobre un ligero mal olor que se sentía en el ambiente. Al escudriñar los rincones adyacentes, vimos con disgusto unos pelillos grises asomando por unas rendijas de ventilación del aparato y todo se comprobó: dentro de él había un cadáver, no en la zona de calor y cocción, sino en un compartimiento lateral destinado al temporizador y los reguladores de la temperatura.
Desarmar la caja metálica fue una labor casi forense y ciertamente desagradable, por cuanto el óxido y la grasa acumulada dificultaban la labor del destornillador, más cuando el operario deseaba evitar el contacto con los feos restos orgánicos y sus alrededores, como si todo estuviese infectado (además, había de pelear con la mascota canina deseosa de investigar por su cuenta). Finalmente, las entrañas del electrodoméstico dejaron al descubierto el origen de la pequeña pero creciente pestilencia: muerta allí por evidente electrocución, yacía una rata bien templada.
Tras la remoción del animal, al menos dos preguntas flotaron alrededor de esta insalubre circunstancia:
a) ¿Cuánto tiempo permaneció el cuerpo inerte del roedor coexistiendo con los cotidianos panes con mantequilla, separado de ellos únicamente por una delgada lámina?
b) ¿Por qué ese maniático afán de separar lo que la muerte había unido? O lo que es lo mismo, ¿no habría sido más fácil introducir todo el paquete, mamífero y metal, dentro de una buena bolsa de basura, en vez de lidiar con tanto despojo?
A la primera pregunta, sólo podemos responder especulando: dos días, quizá tres a juzgar por la pequeña hinchazón del cuerpo; el segundo cuestionamiento, en cambio, sólo halla respuesta en la acción de un espíritu persistente para salvar la operatividad del mencionado horno, sobre la bien analizada base, primero, de que no hubo contacto directo entre los alimentos calentados en el compartimiento contiguo y la infortunada víctima sin gusanos visibles y, segundo, que los detergentes y lejías afanosamente aplicadas debían cumplir su misión con total eficiencia.
La salud familiar no se vio afectada por esta causa, pero durante un tiempo, luego de este particular incidente, algunos miembros recelaron de todo pan tostado. Pero, puesto que ignoramos si casos parecidos han ocurrido en los demás muebles y electrodomésticos de la cocina, así como lo que pasa en las panaderías, pupuserías y fábricas de la industria alimenticia que nos provee de productos empaquetados varios, conviene atenerse entonces a la sabiduría popular: “ojos que no ven...” ¡estómago que no se resiente!
lunes, 20 de noviembre de 2006
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