Delicada labor es enfrentarse a una película directamente relacionada con temas religiosos, políticos e históricos, especialmente cuando viene precedida de polémicas viscerales, las cuales con frecuencia lo único que logran, además de crear morbo alrededor del tema, es revelar la hosquedad mental en que viven instalados sus más encendidos propulsores. Tal es el caso de "La última tentación de Cristo" (1988), basada en la novela homónima del griego Nikos Kazantzakis y llevada a la gran pantalla por el director Martin Scorsese, nominado al Oscar por este trabajo.
Impresionante por la reconstrucción cinematográfica del contexto histórico, sus ritos y costumbres, esta osada producción no desmerecería calificativos como “grandiosa” y “soberbia”, al mejor estilo de los tabloides norteamericanos. Ya más en serio, lo fuerte aquí es la compleja caracterización de Jesús como el elegido de Dios, profunda y esencialmente humana en cuanto expresa la permanente y violenta lucha entre un requerimiento ascético espiritual y las tentaciones de la carne, las cuales no son sino la realización de la vida a la que cualquiera de nosotros, hombres de poca fe, aspiramos: esposa, hijos, trabajo, estabilidad, etc. Destacable es también la relación de Cristo con Judas, la cual trae a cuenta antiguos debates sobre el papel clave del apóstol elegido para la traición, sin cuya intervención el sacrificio no habría sido posible.
En contraste, días antes había visto yo la miniserie para televisión “Jesus” (1999), del director Roger Young. Su mayor virtud, a mi criterio, es plantear los distintos personajes y escenas a partir de la credibilidad narrativa y contextual, lo cual generalmente consigue. Las tentaciones y argumentaciones demoníacas -que implican incluso viajes en el tiempo, de cara a la posterior historia de la humanidad- son interesantes y seductoras (de otra forma... ¡no tentarían!); sin embargo, el personaje principal, Jesús, siempre parece estar consciente de su naturaleza divina, de la cual brota una seguridad que no deja de imprimir cierto aire de provisionalidad al sufrimiento inminente, desdramatizándolo en alguna medida.
Volviendo al filme que nos ocupa, me causa alegría el hecho elemental de su existencia, un homenaje al librepensamiento pese a venir de un novelista creyente. Sin descartar otras posibilidades, atribuyo mi disfrute estético y filosófico de esta película a la conjunción de dos ausencias: el pensamiento anticlerical y la devoción dogmática. Con el primero, hubiera limitado mi visión únicamente a los aspectos que, desde cierta perspectiva, "demostrarían" la falsedad del mito divino o su manipulación de cara a las masas, tal como sucede en la interesante conversación entre Jesús y San Pablo, dentro del universo paralelo en que consiste, precisamente, la última tentación. Con la segunda, en cambio, la identificación de herejías y blasfemias, supuestas o reales, habría requerido de auténtico lanzallamas ideológico, destruyéndome cualquier experiencia como espectador pensante.
Admito que no a cualquier persona le recomendaría ver “La última tentación de Cristo”, mas no se entienda esto como reivindicación alguna de la censura; todo lo contrario: preservando intacta la libertad de la persona para elegir lo que quiere ver o no ver, antes recomendaría al sujeto hacer una mínima pero necesaria reflexión previa sobre su propia cultura, entendida ésta como visión de mundo: creencias, prejuicios, criterios desde los cuales se ve y se vive una realidad, en este caso estética, cinematográfica.
Personalmente, celebro esos ciento sesenta y cuatro minutos como un sólido resultado estético, al tiempo que reconozco un dejo de tristeza al recordar que, en su momento, el filme fue censurado en muchos lugares y países, incluido el nuestro, poniendo así en evidencia no la defensa de la fe, sino la debilidad de creencias arraigadas en cultos temerosos de considerar posibilidades distintas a la ilusoria seguridad que da la ortodoxia.
miércoles, 15 de noviembre de 2006
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