Es admirable la habilidad de algunas personas para conseguir dinero prestado, gota a gota y sin más procedimiento ni garantía que un campechano “¡prestame cinco dólares, te los pago mañana!”.
Envueltos en la familiar camaradería cotidiana, consideramos lo más natural del mundo sacar al amigo de su apuro momentáneo (es tan común el hecho de quedarse sin efectivo para gastos menores, a quién de nosotros no le ha ocurrido). Curioso es que detestamos el papel de cobradores y, llegado el momento de recuperar lo prestado, evitamos cualquier alusión al tema, diluida nuestra atención entre simpáticas conversaciones. Dos meses después, la petición se repite, con el solo añadido de “...y la otra semana te pago lo demás”, ante lo cual nos esforzamos en parecer amables y despreocupados por los viles intereses materiales, respondiendo “¡si, hombre, ya sabés, ahí cuando podás...!”.
Pero el descubrimiento tragicómico más importante viene cuando, al ausentarse el sujeto por cualquier razón y tiempo prolongado, descubrimos que no fuimos los únicos a quienes les aplicó la misma técnica, sino tan sólo “un caso más...”.
Dos especialistas en este arte he conocido: un excéntrico ajedrecista que acostumbraba no usar ropa interior y lavar su mudada una vez a la semana, con obvias consecuencias odoríferas, y el célebre M*, un ex compañero de trabajo que, de un día para otro, desapareció del medio local para engrosar las estadísticas de los emigrantes hacia el país del norte.
Del primero puedo decir que todavía me debe algunos colones, aún circulantes en aquella época. Del segundo, en cambio, no tuve el dudoso honor de ser parte de sus donantes, aunque prácticamente todos mis colegas admiten haber caído en esa red. Quien más, quien menos, sumando pequeños préstamos en moneda imperial, el monto total de la deuda bien supera los cinco centenares de “dolores”.
Pero este descubrimiento no fue el clímax del asunto: habrían de llegar no una, sino dos apoteosis.
La plaza vacante de M* la ocupó al año siguiente una maestra que, por pura casualidad, tiene el mismo apellido que aquél, aunque no hay parentesco alguno. Una tarde temprana, ingresó a la sala de personal una señora con traje elegante y portafolios, representante de un bufete de abogados a quienes ciertas casas comerciales le habían encomendado la tarea de recuperar deudas de clientes morosos.
- Vea, señorita, aquí tenemos unos asuntitos pendientes de su hermano...
‑ ¿¡Pero cuál hermano!? -apenas pudo decir ella, anonadada.
Otro buen día, quizá impelido por esas bebidas que alegran el espíritu y remuerden la conciencia, M* llamó por teléfono a uno de los del antiguo círculo de ingenuos proveedores y le dijo, tras nostálgicos saludos: “A Luigi le mandé el pisto, ahí él se los va a pagar”.
¡Cuál no sería la sorpresa e indignación del experimentado Luigi cuando, al día siguiente, tenía en su misterioso laboratorio la fila de acreedores, timados una vez más por el ahora “hermano lejano”!
sábado, 18 de noviembre de 2006
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